Pasar la muerte inadvertida por coincidir con otra persona famosa

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En ese mundo de aficionados al rock donde tanto importa la autenticidad, saberse más canciones que nadie, ser más purista que los demás y presumir de conocer a un grupo desde sus inicios, “antes de que se volvieran comerciales”, pocos sucesos sacuden más el avispero que la muerte de una gran estrella. Está el que exagera su cercanía con el fallecido y sobreactúa su tristeza, el que siempre había sido un apasionado de su música pero nunca lo había mencionado y no falta el que acusa al resto de ser unos advenedizos. También, por otra parte, el que humildemente se acerca desde la curiosidad genuina a descubrir el legado de ese músico tan llorado y tan relevante al que nunca había tenido ocasión de escuchar. Es, por quedarse con algo positivo, la parte buena de cuando muere un artista: su obra se difunde, se comparten sus canciones (o extractos de sus libros, o escenas de sus películas) para homenajearle, se renueva la atención hacia su trabajo y, a veces, hasta se hace más popular.

Hay quien, sin embargo, ni siquiera goza de esos minutos de fama post mortem ni tiene oportunidad de rebañar advenedizos en el tiempo de descuento. El 8 de abril de 1994 fue hallado el cadáver de Kurt Cobain, líder de Nirvana, que se había suicidado tres días antes de un disparo en la cabeza. Su fallecimiento a los 27 años, al igual que otras figuras como Jimi Hendrix, Janis Joplin o Jim Morrison, y los elementos de la tragedia —la tristeza de un tipo famosísimo con terribles demonios que le torturaban, el nicho para el sensacionalismo que era su matrimonio con Courtney Love y su paternidad toxicómana, las leyendas urbanas originadas al instante— le rodearon de un halo mítico que aún perdura con toda la fuerza: las conmemoraciones por los 30 años de su muerte no han faltado en las principales cabeceras culturales, como no lo hicieron en los anteriores aniversarios redondos, y Nirvana (sus canciones y sus camisetas) está igual de presente o más que hace tres décadas. No se puede decir lo mismo del británico Lee Brilleaux, cantante de Dr. Feelgood, fallecido a causa de un linfoma a los 41 años el 7 de abril de 1994, un día antes de que se informase de la muerte de Cobain.

La revista Uncut —cuyo número de este mes de abril lleva en portada una entrevista a los supervivientes de Nirvana, Dave Grohl y Krist Novoselic— lamentaba hace unos años, con motivo de la publicación de la biografía de Brilleaux, que su fallecimiento se convirtiese “en una nota a pie de página, algo que solo se mencionó brevemente” por coincidir con “el drama que se estaba desarrollando en Seattle”. En 2015, The Guardian iba más allá y trazaba un antagonismo: “Para los tipos de cierta época que tocaban en pubs, él es lo que Cobain fue para la Generación X. Visto hoy, Brilleaux es el anti-Cobain. Su actitud siempre fue la de un gran trabajador, una versión de dibujos animados de un viejo obrero bebedor de Canvey Island, frente al aura sardónica y desinteresada que creó Cobain y de la que se alimentó la cultura slacker”.

Comparaciones estrambóticas aparte, Brilleaux fue durante más de 20 años el vocalista de una banda que algunos llamaron “el equivalente a Juan el Bautista” de entre los profetas del punk. Dr. Feelgood, fundada en 1971, representó, en el contexto progresivo, la vuelta a las raíces del rock, a sonidos primitivos y a estructuras simples, que prendió la mecha para la explosión del punk británico. Temas como Roxette (su mayor éxito), She Does It Right, Going Back Home o versiones como la de Boom Boom, de John Lee Hooker, conformaban un cancionero enérgico e intenso, con una puesta en escena no menos impactante. El director Julien Temple, que les dedicó el documental Oil City Confidential (2009), se sorprendía: “Fueron la banda más grande de Inglaterra durante 18 meses y es como si nunca hubieran existido”.

En la película, el guitarrista Wilko Johnson (que falleció en 2022 y que, en los titulares de muchos obituarios, fue antes identificado como actor de unos pocos capítulos de Juego de tronos que como miembro de Dr. Feelgood) declaraba: “En el rock & roll, las cosas son tan importantes como se perciben y hoy Dr. Feelgood no es percibido en absoluto”. Para quienes sí percibieron el grupo —que sigue en activo sin ningún miembro original— en su encarnación dorada de los setenta, por haberlo conocido entonces o haber rescatado sus actuaciones en YouTube, la agresiva estampa de Dr. Feelgood es memorable: un virtuoso guitarrista, Johnson, interpretando un blues acelerado e intenso y mirando amenazante al público con ojos saltones, junto a un cantante, Brilleaux, siempre sudando la gota gorda y haciendo flexiones en directo embutido en un traje lleno de lamparones.

Josele Santiago, líder de Los Enemigos, no duda en calificar a Dr. Feelgood de “banda fundamental” en sus años de formación. “Fue gracias a sus versiones que conocí la música que amo, un amplio abanico desde el blues hasta el soul de la [compañía discográfica] Stax, pasando por Nueva Orleans. Entendí la fuerza de lo sencillo, del feeling y de la pasión, del respeto a las raíces”, cuenta a ICON. “Era capaz de acercarme a Francia haciendo autostop solo para verlos”. Preguntado por cómo vivió la muerte de Brilleaux en 1994, recuerda que se enteró “en el bar de abajo” de su casa. “La voz de Lee Brilleaux y su no menos prodigiosa armónica eran perfectas para este tipo de música. La simbiosis con la muy marciana [guitarra] Telecaster de Wilko, una base rítmica contundente y concisa como pocas y su actitud, al mismo tiempo humilde y arrogante, era también perfecta para enloquecer al público”.

No obstante, Santiago cree que “aunque no hubiera muerto Cobain, tampoco se hubiera comentado mucho lo de Lee”. “Soy consciente, cómo no serlo, de que no es muy probable que Dr. Feelgood sea considerado en una enciclopedia del rock y de que Nirvana no puede faltar”, razona. “No sé, Cobain cambió la vida de mucha gente y la manera de entender la música. Lee era un gran cantante, frontman y armonicista, pero era un rocker y solo pretendía entretener. No se pueden comparar a nivel de trascendencia. Kurt era un artista y Lee, un artesano”.

A un paso de la gloria
Si las misas negras de los satanistas se basan en la parodia y subversión de los símbolos cristianos, el punk de los primeros tiempos tuvo también mucho de impugnación burlona del rock: gente fea y nihilista que se permitía el lujo de ocupar los escenarios y dar conciertos abiertamente desagradables ante un público enfervorecido, en medio de un barullo de instrumentos ininteligible. De entre ellos, Jan Paul Beahm, cantante de Germs, tenía un plan para convertirse en su mesías. Bajo el nombre artístico de Darby Crash, con 17 años se dio un lustro para formar una banda de música y suicidarse en la cima del éxito. Con Germs, consiguió atraer la atención de la prensa especializada y de los incondicionales del género: era el grupo más atractivo y escandaloso de la escena punk de Los Ángeles, y también fue, visiblemente, el que más llamó la atención a la directora Penelope Spheeris cuando realizó el emblemático documental The Decline of Western Civilization (1981).

Tras disolver la banda, a los 22 años, Crash hizo un pacto de muerte con su novia, Casey Cola, para inyectarse heroína por valor de 400 dólares y morir como leyendas. A última hora, no está claro si por amor o por egolatría, el vocalista decidió dar a su pareja una cantidad no letal de forma que solo muriese él. El terreno estaba abonado para que el líder de Germs consumara póstumamente su insulto final y ascendiese a mártir del rock. Pero un símbolo de esa cultura hegemónica contra la que se revolvía fue quien, irónicamente, truncó lo que había diseñado. El día que Darby Crash eligió para morir fue el 7 de diciembre de 1980. Unas horas después, John Lennon era asesinado a la entrada del edificio Dakota de Nueva York, donde residía, y el tiempo de propaganda de ultratumba que Crash esperaba obtener menguó de manera significativa. Kurt Cobain, que sí alcanzó ese estatus legendario después de quitarse la vida, fue admirador confeso de Germs y contrató a su guitarrista Pat Smear como músico de apoyo en Nirvana.

Lejos del terreno entre luctuoso y frívolo de las grandes tragedias del rock, los escritores Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz (1932), y C.S. Lewis, padre de la saga Las crónicas de Narnia (1950-56), tampoco gozaron de mucho espacio en los noticiarios del día: el 22 de noviembre de 1963 era difícil que se hablara de otra cosa más allá de un suceso histórico del siglo XX como fue el magnicidio del presidente de Estados Unidos, John Kennedy, en Dallas. Otro antiguo inquilino de la Casa Blanca, Ronald Reagan, opacó el 5 de junio de 2004 con su muerte y las conmemoraciones de Estado el fallecimiento días después de otra relevante figura de su tiempo, Ray Charles. “En la cola de la oficina de correos, alguien preguntó por qué la bandera estaba a media asta. Yo respondí que era por Ray Charles. Ray fue, desde mi punto de vista, mejor estadounidense que Ronald”, recordaba un prolífico usuario de Quora en un debate sobre, precisamente, muertes más y menos relevantes.

El 25 de junio de 2009, cuando la muerte de Michael Jackson desató una tormenta mediática con varios frentes (las luces y sombras del finado, los misterios sobre su vida, la investigación sobre la responsabilidad de su médico en la intoxicación que le provocó el paro cardíaco), muchos no llegaron a enterarse del fallecimiento de la actriz Farrah Fawcett, ocurrido poco antes que el del cantante. La noticia no debió de llegar siquiera a la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, que en marzo de 2010 ni la incluyó en el homenaje de los Oscar a los fallecidos del año, a diferencia del intérprete de Thriller, que sí figuró. Igual que la muerte de Cobain consolidó la idea del Club de los 27, el periodista Christopher Bonanos, del New York Magazine, proponía por la muerte de la estrella de Los ángeles de Charlie otro concepto: el de “Club de las Muertes de Famosos Eclipsadas”. Como ejemplo paradigmático, citaba a Groucho Marx, que murió la misma semana de agosto de 1977 que Elvis Presley, lo que evidentemente le restó presencia en televisión y revistas. Para un cómico que se jactaba de haber llegado “de la nada a la más absoluta miseria”, posiblemente aquel final le resultó el más consecuente.

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